jueves, 3 de diciembre de 2009

EL SINDROME DEL MAYORDOMO


Lo de síndrome es una ironía, pero se inventan tantos síndromes que este podría ser uno más. Sentirse mayordomo de los hijos es la exageración de uno de los valores más nobles del ser humano, servir, pero a veces ocurre lo siguiente:
“No hagas la cama, que ya te la hago yo”, “no hagas los deberes, pobrecito, éstas cansado, ya te los hago yo”, “no subas andando, que te cansarás, ya te subo yo”, “no te preocupes, hijo, yo voy a recogerte a la hora que me digas y donde tú quieras”, “no te levantes del sillón, yo voy a por el vaso de agua”. Y así, un día tras otro, uno se acostumbra a servir y el otro a que le sirvan.
¿Cómo nos puede pasar esto a nosotros de un día para otro? Lo cierto es que no es de un día para otro, es por confundir la paternidad con la “mayordomidad” (esta palabra no existe, pero a lo mejor la incluyen en el diccionario como un nuevo síntoma del síndrome del mayordomo). Y es que no llega a ser esclavitud, ya que podemos abandonar esta forma de relación sin necesidad de vender a los hijos o de que los hijos nos vendan.
Servir a los demás y servir a los hijos es una tarea muy noble, pero los padres deben seguir siendo personas aunque tengan hijos; es decir, deben seguir creciendo, formarse, trabajar e incluso divertirse, sin ningún remordimiento. Cuanto más crezcan los padres, mejor para los hijos. Ser mayordomo, de los de las películas, nos llevará todo el día y no tendremos tiempo para crecer.

“Un matrimonio tuvo un hijo que no pronunció nunca ni una sola palabra. Era mudo, y por más que consultaron a diferentes e ilustres especialistas ninguno acertó con la solución del problema.
Hasta que un día, cuando el hijo en cuestión había ya cumplido los 30 años, ocurrió lo inesperado: “¡Mama!, ni hay azúcar”, dijo con voz alta y clara, para sorpresa de su madre.
“¡Pero hijo, si puedes hablar! ¡Qué alegría! ¿Cómo es que hasta ahora no habías hablado nunca?”
“Es que hasta ahora todo había sido perfecto.”

Creando un “mundo perfecto” alrededor de nuestros hijos no les estamos ayudando a crecer, no les dejamos que aprendan.
No se trata de hacérselo todo ni de no hacerles nada, que sería igual de incorrecto. Hay que mantener un equilibrio. “Yo te ayudo y tú me ayudas”, “yo soy madre o padre y tú hijo”, “yo debo seguir creciendo y no puedo estar todo el día a tu servicio: aprende a distinguir entre lo que me puedes pedir y lo que no”.
Para que este síndrome no haga mella en el futuro, conviene ir dejando a los hijos responsabilidades en el propio hogar: poner o quitar la mesa, regar las plantas, pasear al perro, ir a comprar el pan e incluso barrer, hacer la cama, cambiar una bombilla, freír un huevo o pasar la aspiradora. Los hijos, aunque algunos crean que no, tienen dos manos y muchas capacidades que no se deben atrofiar, sino potenciar. Uno de los mayores peligros de los padres es considerar siempre al hijo demasiado pequeño para ayudar; inventar al hijo a hacer cosas que los padres necesitan, o que no pueden hacer, tiene que ser parte de su educación. Podríamos preguntar a las madres que se quejan de que su hija, de 20 años, no sabe ni cómo funciona la lavadora si alguna vez han pensado cuál es la edad adecuada para enseñarle a hacerlo.

Luis era “el rey” en su casa, tenía a todo el mundo a su servicio y pretendía que también fuera así fuera de casa.
Parecía disfrutar metiéndose siempre en problemas que cada vez eran mayores y, con 17 años, terminó ingresado en un centro de reforma por orden administrativa. Después de explicarle el motivo de ingreso (más que un castigo, se trataba de ayudarle con sus problemas), de visitar el centro y de presentarle a sus compañeros, le explicamos el método que seguiríamos con él y las normas a cumplir.
Inmediatamente se dio cuenta de que no estaba en “su reino” y llegaron sus primeros miedos: no sabía hacer la cama, no sabía poner la mesa, no sabía ordenar su habitación… y mucho menos hacer algo para los demás.
“Lo que no sabía hacer” se convirtió en la oportunidad; “aprender a hacer” fue lo más terapéutico de todo.
Aprendió a hacer la cama, aprendió todos los tipos de nudos que existen, aprendió a cocinar a pintar, a jugar al mus, aprendió a sacar de él lo mejor que tenía. A medida que conseguía, estos pequeños “logros” Luis se sentía orgulloso de sí mismo y se reforzaba su autoestima.
Ser “rey” era lo único que sabía hacer, y al quedarse sin este poder su arrogancia se convirtió en miedo. Un miedo por “no saber”, un miedo por la vergüenza de “no saber” ante sus compañeros.
Había que ayudarle a vencer estas sensaciones, con paciencia, con firmeza y poniéndoselo en positivo: “No te preocupes, aquí no todos sabemos hacer de todo, aquí hemos venido para aprender”. Había que ayudarle a encontrar sus nuevos “pderes”.
A los seis meses volvió a su casa a enseñar a sus padres todo lo que sabía. Y es que todos necesitamos enseñar, mostrar algo a los demás, sentir que también somos valiosos.

Cuando el hijo sabe guardar el debido respeto a sus padres, no los trata como si fueran mayordomos. Pero el respeto siempre llega después de un largo recorrido, cuyo primer paso está en que el niño observe cómo se tratan a sus padres, cómo se piden las cosas e incluso cómo se enfadan. El segundo, en el trato que dan a la familia extensa. El tercero, en el que dan ala sociedad.
Si los pequeños sienten que sus padres, entre ellos y con los demás, no se guardan el debido respeto, ésa será la forma natural aprendida, aunque no sea la adecuada.
El cuarto, y no por ello menos importante, es cómo tratan los padres a sus propios hijos.
El respeto siempre responde a cómo pedimos a los demás que nos traten, y aunque nuestra sociedad esté perdiendo las formas adecuadas de tratarse, a nadie le gusta que le traten mal, menos en casa.
Pero no debemos olvidar que para que los demás nos respeten nosotros no somos los primeros que debemos respetarnos, por dentro y por fuera, siendo coherentes con una escala de valores que valga la pena practicar.
Algo parecido ocurre con las cosas. Si nosotros tratamos mal las cosas, no las arreglamos y las tiramos sin motivo, ¿con qué razón les vamos a pedir a nuestros hijos que cuiden sus juguetes, su ropa, su reloj o su teléfono móvil? Si cada vez que rompen algo se lo reemplazamos inmediatamente, lo que están aprendiendo, aunque le digamos otra cosa, es que las cosas no importan tanto.

El respeto se aprenden con los pequeños detalles: el trato cariñoso a las personas mayores, dejar pasar delante a una señora, esperar a que todos estén sentados para empezar a comer, llegar puntual, vestir para la ocasión, dar las gracias o pedir las cosas por favor.

Recordar…

· No confundir paternidad con “mayordomidad”.
· El hijo “nunca” es demasiado pequeño para ayudar.
· Los hijos no están exentos de guardar el debido respeto a las personas y a las cosas.
· Los hijos aprenden a respetar viéndolo en los demás.




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